Por Iván Sánchez Moreno
Este libro es una trampa: hay que sufrir para gozarlo. Por eso mismo, para muchos, la creación literaria tiene tanto de catártico. El espejo de la vida es ahí más que evidente, y en el caso del autor, cada obra parece un ajuste de cuentas que, sin embargo, acaba siempre en tablas... hasta la próxima contienda, con fuerzas renovadas y más heridas abiertas.
El título ya apunta maneras. Maniobras diversivas hace referencia a una estratagema para distraer al enemigo. Pero en esta ocasión la batalla es consigo mismo, una lucha –feroz a medias, burlona y mordaz, cruel aunque irónica– de la que uno, inevitablemente, sale rendido, si no vencido, pero satisfecho.
Banderas del ejército de lo que aún no ha sido
ondean su blancura, me vuelven a retar (...)
ondean su blancura y me incitan a firmar
de nuevo un armisticio con mi buena conciencia.
“Banderas”
En esta declaración de principios el poeta manifiesta su postura poética frente a la vida, condenado ya de antemano a perder ganando.
Las dos citas iniciadas de Szymborska y Unamuno son, de hecho, en apariencia tan vitalistas como engañosas, pero sobre todo señuelos, pues luego vienen, a mitad de camino, las puñaladas cuando menos se lo esperen. No obstante, se acuerda la tregua tarde o temprano, cuando el poeta advierte que en esta guerra sin cuartel contra sí mismo no puede haber nunca paz, pero sí algún día calma. Por ende, escribir (como ejercicio de autoanálisis) es a la par ablución y tortura, guarida y fosa, hiel y miel.
La poesía es una casa, adusta y hosca, una domus interior surcada al azar por grietas y expuesta así al público, sin intimidad apenas, almacén de vicios privados con goteras en tardes de lluvia tristes. Lo más privado está ahí, agazapado entre versos con tobillos de cristal. El hogar, que no es nunca allí donde uno vive sino allá por donde uno va, son los libros. Un escondrijo falaz, frágil, que de reducirse a escombros, no deja de ser parte de lo que uno es y ha sido:
Si alguna vez me pierdo en la tristeza
y me notáis ausente,
idme a buscar allí.
Por las jambas sin puerta
el frío entra en su casa.
Idme a buscar allí:
en las ruinas de todo.
“Casa del aire”
En ese primer bloque en que el autor compendia la poética, confiesa su tortuosa relación de amor y de odio con la poesía (como expone en el inicial “Vuelta a casa”). Mas también reivindica el recuerdo de los más vivos que ya murieron (“Grietas”) porque la poesía es, como todas las artes, un artefacto de inmortalidad. Componer un poema es igual que erigir barricadas entre el yo y la pena. Un refugio virtual donde guarecerse y resguardarse de la fea realidad, congelado en el tiempo, con paredes frágiles de papel. Pero refugio, al fin y al cabo.
La poesía es también piel y paraíso, galletitas saladas para corazones sedientos. El amor, en la obra de del poeta, es a veces frío (quizá en exceso idealizado –¡craso error de amante crudo!– como en “Geografía práctica”), otras candoroso (“Claridad”) y otras (casi siempre, como debe ser) informal y travieso: “Mi boca es pedigüeña / porque tiene pendientes los atrasos”, dice en “Bovis Vobiscum”.
Mas, ay, pasa que hay días en que uno se levanta con el pie izquierdo, con una mala resaca de felicidad ajena, pensando que tal vez aquello en que se transformó un frustrado cariño de antaño se alimenta hoy sólo de carroña humana (“El buitre”, “La puñalada”). Justo en el ecuador de este libro, la mirada amatoria del poeta se vuelve cínica y dura. Sin amor no hay desamor, y es este el más criminal pago por un sentimiento tan fugaz y mutable que antiguos trovadores prometieron eterno. Malditos ilusionistas.
Lo peor viene luego, en la sección intitulada “Invitación al desaliento”. Abre el bloque el poema “Contrapunto”, de apropiado –por irónico– título, en el que el autor parece despertar esperanzado. Como si tras la tormenta forzosamente hubiera de aparecer un arco iris rociándolo todo con su misericordia.
Pero no. Porque también llega –para quedarse– ese pegajoso desasosiego por el tiempo que pasa, inexorable, y por esa vida que arrasa con todo a su paso y que, con paciencia, parece, todo lo cura.
Todo locura: cuando el dolor se torna ya casi insoportable (“Madre es un nombre de ceniza / disuelta en aquel río / picoteado por los pájaros” se lee en “Huida de Auschwitz”) aún le clava el diestro la puntilla de gracia al toro bravo, acabando con una nana para un condenado a muerte, antes de dormir el sueño eterno.
En los últimos “Recursos propios”, el poeta saca fuerzas de flaqueza y se yergue de las ascuas de la angustia vital cual fénix existencialista. Se expresa antimilitarista cuestionando la utilidad de una estatua, se apoya en amigos y amantes (“Una mano”), se muestra rebelde contra viejos valores morales que se apolillan en sucios desvanes que huelen a rancio y a olvido (“Reyes godos”)... Y, al final, quizá es que no hay para tanto. Que no todo va a ser un disgusto a cambio de nada (“Parte meteorológico”).
Porque es de nuevo aquí, en esta parte del libro, el acto de escribir el ancla salvadora de ese naufragio cantado, y halla el autor en el lector un aliado eficaz, una ignota y silenciosa presencia a quien legar su recuerdo y su pensamiento. Ése –y no el calvario propio– era el motivo de revolverse las carnes con el filo de una hoja y garabatear unas pocas líneas con tinta ensangrentada.
Se cierra así el círculo que va del grito callado a la soledad compartida, y por en medio se cuela sin verlo ese efecto de puridad de una catarsis taimada. Bienvenido entonces a este mal rollo con final feliz. O no, mejor dicho, a este diario con enmienda a palos. A ver si van a creerse que la poesía es inocente...
Este libro es una trampa: hay que sufrir para gozarlo. Por eso mismo, para muchos, la creación literaria tiene tanto de catártico. El espejo de la vida es ahí más que evidente, y en el caso del autor, cada obra parece un ajuste de cuentas que, sin embargo, acaba siempre en tablas... hasta la próxima contienda, con fuerzas renovadas y más heridas abiertas.
El título ya apunta maneras. Maniobras diversivas hace referencia a una estratagema para distraer al enemigo. Pero en esta ocasión la batalla es consigo mismo, una lucha –feroz a medias, burlona y mordaz, cruel aunque irónica– de la que uno, inevitablemente, sale rendido, si no vencido, pero satisfecho.
Banderas del ejército de lo que aún no ha sido
ondean su blancura, me vuelven a retar (...)
ondean su blancura y me incitan a firmar
de nuevo un armisticio con mi buena conciencia.
“Banderas”
En esta declaración de principios el poeta manifiesta su postura poética frente a la vida, condenado ya de antemano a perder ganando.
Las dos citas iniciadas de Szymborska y Unamuno son, de hecho, en apariencia tan vitalistas como engañosas, pero sobre todo señuelos, pues luego vienen, a mitad de camino, las puñaladas cuando menos se lo esperen. No obstante, se acuerda la tregua tarde o temprano, cuando el poeta advierte que en esta guerra sin cuartel contra sí mismo no puede haber nunca paz, pero sí algún día calma. Por ende, escribir (como ejercicio de autoanálisis) es a la par ablución y tortura, guarida y fosa, hiel y miel.
La poesía es una casa, adusta y hosca, una domus interior surcada al azar por grietas y expuesta así al público, sin intimidad apenas, almacén de vicios privados con goteras en tardes de lluvia tristes. Lo más privado está ahí, agazapado entre versos con tobillos de cristal. El hogar, que no es nunca allí donde uno vive sino allá por donde uno va, son los libros. Un escondrijo falaz, frágil, que de reducirse a escombros, no deja de ser parte de lo que uno es y ha sido:
Si alguna vez me pierdo en la tristeza
y me notáis ausente,
idme a buscar allí.
Por las jambas sin puerta
el frío entra en su casa.
Idme a buscar allí:
en las ruinas de todo.
“Casa del aire”
En ese primer bloque en que el autor compendia la poética, confiesa su tortuosa relación de amor y de odio con la poesía (como expone en el inicial “Vuelta a casa”). Mas también reivindica el recuerdo de los más vivos que ya murieron (“Grietas”) porque la poesía es, como todas las artes, un artefacto de inmortalidad. Componer un poema es igual que erigir barricadas entre el yo y la pena. Un refugio virtual donde guarecerse y resguardarse de la fea realidad, congelado en el tiempo, con paredes frágiles de papel. Pero refugio, al fin y al cabo.
La poesía es también piel y paraíso, galletitas saladas para corazones sedientos. El amor, en la obra de del poeta, es a veces frío (quizá en exceso idealizado –¡craso error de amante crudo!– como en “Geografía práctica”), otras candoroso (“Claridad”) y otras (casi siempre, como debe ser) informal y travieso: “Mi boca es pedigüeña / porque tiene pendientes los atrasos”, dice en “Bovis Vobiscum”.
Mas, ay, pasa que hay días en que uno se levanta con el pie izquierdo, con una mala resaca de felicidad ajena, pensando que tal vez aquello en que se transformó un frustrado cariño de antaño se alimenta hoy sólo de carroña humana (“El buitre”, “La puñalada”). Justo en el ecuador de este libro, la mirada amatoria del poeta se vuelve cínica y dura. Sin amor no hay desamor, y es este el más criminal pago por un sentimiento tan fugaz y mutable que antiguos trovadores prometieron eterno. Malditos ilusionistas.
Lo peor viene luego, en la sección intitulada “Invitación al desaliento”. Abre el bloque el poema “Contrapunto”, de apropiado –por irónico– título, en el que el autor parece despertar esperanzado. Como si tras la tormenta forzosamente hubiera de aparecer un arco iris rociándolo todo con su misericordia.
Pero no. Porque también llega –para quedarse– ese pegajoso desasosiego por el tiempo que pasa, inexorable, y por esa vida que arrasa con todo a su paso y que, con paciencia, parece, todo lo cura.
Todo locura: cuando el dolor se torna ya casi insoportable (“Madre es un nombre de ceniza / disuelta en aquel río / picoteado por los pájaros” se lee en “Huida de Auschwitz”) aún le clava el diestro la puntilla de gracia al toro bravo, acabando con una nana para un condenado a muerte, antes de dormir el sueño eterno.
En los últimos “Recursos propios”, el poeta saca fuerzas de flaqueza y se yergue de las ascuas de la angustia vital cual fénix existencialista. Se expresa antimilitarista cuestionando la utilidad de una estatua, se apoya en amigos y amantes (“Una mano”), se muestra rebelde contra viejos valores morales que se apolillan en sucios desvanes que huelen a rancio y a olvido (“Reyes godos”)... Y, al final, quizá es que no hay para tanto. Que no todo va a ser un disgusto a cambio de nada (“Parte meteorológico”).
Porque es de nuevo aquí, en esta parte del libro, el acto de escribir el ancla salvadora de ese naufragio cantado, y halla el autor en el lector un aliado eficaz, una ignota y silenciosa presencia a quien legar su recuerdo y su pensamiento. Ése –y no el calvario propio– era el motivo de revolverse las carnes con el filo de una hoja y garabatear unas pocas líneas con tinta ensangrentada.
Se cierra así el círculo que va del grito callado a la soledad compartida, y por en medio se cuela sin verlo ese efecto de puridad de una catarsis taimada. Bienvenido entonces a este mal rollo con final feliz. O no, mejor dicho, a este diario con enmienda a palos. A ver si van a creerse que la poesía es inocente...
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